miércoles, 17 de diciembre de 2014

La Fuerza



Un domingo por la mañana, no hace mucho, tres hombres entraron  en la cabina de mando de una extraña nave espacial que estaba encajada a un gigantesco cohete, en Cabo Kennedy, Florida. Mientras el mundo libre observaba fascinado, comenzó la cuenta regresiva para el lanzamiento de la nave espacial Columbia.
Nunca antes había despegado de la Tierra una nave espacial que orbitara el planeta para luego regresar. Se necesitó una enorme cantidad de fuerza para lograrlo.El cohete medía 56 metros de longitud. Pesaba 2 mil toneladas. Llevaba casi 2 mil toneladas de combustible. Generaba 2,25 millones de kilos de fuerza propulsiva, suficiente para elevar la nave espacial a una altitud de 38 kilómetros en dos minutos.
Después del despegue inicial, el Columbia alcanzó una altitud de 300 kilómetros y rodeó el globo terrestre a 27.000 kilómetros por hora. En total, describió 113 órbitas en torno a la Tierra en un lapso de siete días. Fue una de las muestras de poder más grandes que jamás se había visto antes en el mundo. Los periodistas compararon la nave con un águila, pero no lo era. Era tan sólo un enorme trozo de metal que, al agotársele la fuerza, cayó del cielo con la superficie inferior del fuselaje al rojo vivo al penetrar de nuevo en la atmósfera terrestre. Finalmente aterrizó en unas salinas del desierto de California.
La nave espacial Columbia fue un magnífico logro científico. La fuerza que necesitó para alejarse de la Tierra, el impulso mismo para mantenerse en el aire, fueron fruto del ingenio del hombre. Las águilas, gracias a su habilidad para encontrar las corrientes termales, esas columnas de aire tibio que suben desde la Tierra, son capaces de mantenerse en el aire indefinidamente, a menudo sin siquiera mover sus grandes alas. Pero el Columbia no era un águila, sino una nave espacial. Por lo tanto su destino era caer a tierra.
La única forma en que podría convertirse en águila era nacer, o renacer como tal.
Ese es el problema que se le presenta a la mayoría de nosotros… a todos nosotros. Poseemos cierta cantidad de fuerza natural. Sin embargo, quién sabe por qué, no tenemos lo suficiente para llegar hasta el final. Algunos parecen tener un buen arranque, pero incluso ellos caen a tierra a la larga. Y los demás no logramos siquiera despegar de la plataforma de lanzamiento. Nos quedamos allí, con los motores calentándose. A veces, ni siquiera tenemos suficiente fuerza para eso; la primera brisa que sopla nos hace caer al polvo, en donde quedamos olvidados, como si nunca hubiésemos existido.
Hace poco, ocho personas de gran éxito, que han alcanzado la cumbre de sus respectivas profesiones, fueron entrevistadas acerca de su vida. Esas personas no son trozos de metal, condenados a desplomarse tarde o temprano. Son como verdaderas águilas que surcan los aires. Cuando se les preguntó qué fuerza los mantenía en lo alto, todos dieron la misma respuesta: Dios.
Así es, contestaron que su fuerza para vivir provenía de una relación personal con Dios. A diferencia de la nave espacial Columbia, que logró elevarse gracias al esfuerzo humano, todas aquellas personas afirmaron haber probado el camino de los hombres y haberlo encontrado vacío. En cambio, cuando se encaminaron hacia Dios, y le permitieron tomar control de sus vidas, empezaron a remontarse a las alturas.
«¿Dios?» preguntará el lector.
«Tal vez sea capaz de ayudar a quienes ya han alcanzado el éxito, pero ¿qué hay de mí?»
Permítame un momento. Dios no existe sólo para los famosos, o los ricos, o para aquella gente pulcra que se viste elegantemente cuando acude a la iglesia o a la sinagoga. Dios existe para todos. Ama a los desamparados, a los alcohólicos, a los drogadictos, a los que han perdido fuerza y están dando tumbos en el espacio, dirigiéndose hacia una colisión segura (a menos que se desintegren al penetrar nuevamente en la atmósfera). Ama al desempleado, al ama de casa atrapada en la maraña del adulterio, al adolescente solitario, al hombre de negocios fracasado. Te ama a ti. Lector. Y, si se lo permites, no sólo te mostrará el camino correcto, sino que te dará la fuerza para vivir.
Hace mucho tiempo el profeta Isaías descubrió este secreto. Lo que él escribió ha sido experimentado a través de los siglos por millones de personas, de todas las condiciones sociales. Ahora, te toca a ti ponerlo a prueba también y dejar que Dios te dé la fuerza no sólo para vivir, sino para vivir plenamente. He aquí las palabras de Isaías: «pero los que esperan en el Señor renovarán sus fuerzas; se remontarán con alas como las águilas, correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán» (Isaías 40:31).
Jamie Buckingham / Melbourne, Florida